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Photo by JA / Kyoto, Japan / 2019 |
Para ser sincero no recuerdo exactamente cuándo decidimos bautizar un sueño con ese nombre. Ahora suena quizá algo ridículo, aunque creo que sonaría igualmente ridículo si hubiésemos tomado la decisión de llamarlo de cualquier otra manera. Los nombres son productos del momento puntual en que los elegimos y se quedan marcados a fuego cuando los asignamos. Son una marca asociativa. Una referencia. Una codificación. Y al igual que nuestros nombres propios, son para toda la vida y no tiene demasiado sentido cuestionarlos en exceso. Porque definen quiénes somos. Porque nos llevan irremediablemente asociados. Porque son nuestra alusión. Nuestro parámetro de búsqueda. Nuestro algoritmo.
En aquellos días sólo teníamos una cosa clara. No queríamos que aquel sueño estuviese vinculado a nuestros nombres o apellidos. No nos gustaba demasiado la idea de repetir el aburrido y caduco modelo de tantos y tantos otros ni nos seducía el hecho de que nuestro rincón particular, aquel lugar donde todo era posible porque nada estaba hecho ni escrito, estuviese compuesto por los todos o las partes que nos codificaban a nosotros mismos como individuos. Ese espacio no debía ser un conjunto de códigos preexistentes sino una disociación absoluta de los mismos. Un punto de partida. Un salto al vacío. Un paisaje nuevo que pudiese evolucionar sin ataduras y sin prejuicios. Un desierto donde predicar más o menos libremente, sin referencias, ni asociaciones, ni puntos de apoyo. Una página en blanco. Un renglón aparte.
Y así fue como decidimos llamarlo multido.